Hay padres que están y padres que no.
Hugo Marroquín
Hugo Marroquín
¿Qué queda de un padre cuando el tiempo lo borra? He visto gente que mantiene su imagen tan grande como un Dios; a otros que los idealizan y reviven de maneras en que la realidad no sucedió; otros están en paz con lo dicho y lo vivido.
En estas líneas no busco respuestas. Quiero contarte, como espectador, sobre otros padres, del cine, de los libros, de mi memoria.
El Padre
Hay películas que te quiebran. Que entran como cuchillos y exponen tus vísceras. Así fue con El Padre de Florian Zeller.
Simplemente, no te permite ser un llano espectador. Sin darte cuenta te sumerge poco a poco en la mente de un hombre a quien el tiempo se le ha mutilado y el espacio extravió su linealidad.
Yo, sentado en el cine, no me percaté que había entrado en la mente senil del personaje sino hasta que comencé a llorar. Porque en la pantalla vi a mi padre, recordé esos terribles últimos meses en los que la independencia y autonomía se le extinguieron.
Qué difícil es comprender esas decadencias que terminan por someter a nuestros otrora héroes. Porque eso es un padre: aspiración y proyección. Y lo que le exigía a él, hoy me lo exijo a mí.
"Puse mis manos en tus hombros débiles. Toda la fuerza había desfallecido en tus brazos, en la piel aún piel viva. Y te mentí. Dije aquello en lo que no creía. A la mirada amarilla, sofocada, le dije que todo lo serías y lo seríamos de nuevo. Y te mentí. Dije vamos a volver a casa, padre; vamos que yo llevo la camioneta, padre; solo mientras no puedas, padre; venga, ahora estás débil pero después, padre, después, padre. Te mentí. Y tú, sincero, pronunciando solo una mirada suplicante, una mirada que nunca podré olvidar."
Te me moriste (Minúscula, 2017) de José Luís Peixoto
Podemos llegar a ser muy injustos con los padres. Incapaces de sentir empatía por el lento descenso –que también nos llegará a nosotros–. Nos exasperamos cuando su oído reclama repetición, respondemos con impaciencia, gesticulando como si fueran imbéciles, cuando sólo piden que hablemos más alto, más pausado. Miramos con hastío sus obsesiones, como si fueran muy diferentes a las nuestras, como si no hubiéramos heredado tantas. Somos jueces indolentes, carentes de ternura. Nos plantamos como seres impolutos. Estúpidos, insolentes y engreídos.
Generalizo para sentirme menos solo. Para fustigarme menos. Creemos que a los 30 "comienzan a pasarnos cosas", y no es más que un meme. Con los 40 llegan los exámenes médicos periódicos. "No sé cómo no te has caído muerto de un infarto en la calle" me dijo un médico tras ver los niveles elevados de mis triglicéridos. Y los 50, aún arrogantes. Creemos saberlo todo, y sabemos tan poco.
El Padre –que originalmente es obra de teatro y que tuve la fortuna de ver en una adaptación al español en Bogotá– nos lleva por el caos y la confusión que significa caminar por esta ladera de la vida.
Te expone al vínculo afectivo desde la tesitura más escabrosa para un hijo: ser papá de tus papás. Mi hermana, que es sabia, me dijo cuando mi padre estaba a días —sin nosotros saberlo— de morir: es como cuidar a un bebé. Mi hermana logró trascender a la ternura, yo no.
Con lo que amo al teatro, debo decir que la película logra exponer de manera extraordinaria esa lentísima caída hacia el ocaso. Y en un imperceptible cambio de detalles en las imágenes se dirime la hecatombe de la ineludible orfandad. Una obra maestra.
Padres frente al vacío
Algo cercano al apocalipsis me sucedió 15 años antes de la pandemia. Fue cuando mi padre murió. Me desmoroné en una soledad inmensa, de esas que no caben en la palabra. Se me reveló un miedo irracional, primigenio. El de reconocerme sin protector ante lo improbable, lo impensable. Porque también eso era mi papá: la certeza de que, pasara lo que pasara, él estaría ahí.
Durante largas caminatas solitarias por la Ciudad de México pensé en él muchas veces. Eran los meses más álgidos de la pandemia. Algo evocativo de La carretera de Cormac McCarthy, donde padre e hijo caminan hacia la costa en busca de salvación, sorteando locura, hambre, degradación y caníbales. Un padre monosilábico con una voluntad férrea de mantener viva la bondad en su hijo. Pues reconoce en él niño la última esperanza de lo humano.
El audiolibro en inglés de esta novela es un gran ejemplo del poder de la voz humana y el talento interpretativo para hacerte vibrar. Lo que el actor Tom Stechschulte logró al dar vida al narrador, al padre, al hijo, así como a los personajes incidentales, es asombroso. Llena de emoción los diálogos que en esta novela resultan tantos y tan relevantes, no por la extensión de sus frases, sino por la profundidad de las pocas y los silencios que sugiere.
En uno de los pasajes más potentes del libro, el padre le dice al niño:
- Tienes que llevar el fuego.
- No sé cómo hacerlo –responde el niño–.
- Sí que lo sabes.
- ¿Es de verdad? ¿El fuego?
- Sí
- ¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego.
- Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo.
Es que también hay los buenos padres, los que son héroes para sus hijos, como el de Héctor Abad Faciolince en El Olvido que Seremos (existe película y libro) "Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos", dice el autor. Hay quien distingue el amor hacia el padre o hacia la madre, reduciendo muchas veces al primero. Para Abad, su papá era lo más grande. "La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse".
Otros padres, no pretenden ser héroes. Como Wajdi Mouawad que le escribió una carta a su hijo, muy pequeño aún, en esos días de pandemia cuando la muerte acechaba al mundo entero: No he de salvar al mundo. Y aunque ni siquiera intente salvarlo, puedo al menos desaprenderte el miedo. Ayudarte a no dudar, llegado el día, cuando debas escoger entre tener valentía o tener una lavadora. Enseñarte sobre todo porqué jamás hay que repetir las palabras de Caín, por el contrario, que siempre veas por el bien de tu hermano. No temas arriesgarte.
Otros padres pueden ser egoístas, ver por sí mismos antes que por sus hijos. En Interestelar de Christopher Nolan (2014) un padre elige salvar al mundo en vez de cuidar a su hija cuando el mundo se está viniendo abajo. Porque los papás son también hombres mundanos, con sus propios sueños. Y toca a los hijos exonerarlos a tiempo. En vida. Con la palabra.
"Nadie me creyó, pero yo sabía que volverías."
El padre, sorprendido, pregunta: "¿Cómo lo sabías?"
La hija responde: "Porque mi papá me lo prometió."
Aunque también hay padres que no alcanzan la absolución. Los ausentes, los violentos, los que no creen. Como el padre del escritor guatemalteco Eduardo Halfon, al que le escribe un amargo texto lleno de dolor y reclamo en Saturno.
Es un libro breve, escrito desde la herida, desde la ausencia. Halfon recuerda a su padre y escribe: "Mi padre era capaz de una crueldad tan fría que a menudo me preguntaba si alguna vez había conocido el amor."
El título hace referencia al dios romano Saturno, conocido por devorar a sus propios hijos para evitar ser derrocado por ellos. Porque en este libro de Halfon la crueldad, el miedo y la opresión son temas centrales y cicatrices que el lenguaje, quizás, no logra cerrar.
"A pesar de que nos mirábamos casi a diario, no recuerdo la última vez que usted estuvo conmigo. Dirigirse la palabra, padre, no es hablar. Sentarse a comer juntos no es estar juntos."
Saturno (Jekyll & Jill, 2017) de Eduardo Halfon
Muchas veces, al hablar en voz alta, nos toca armar un rompecabezas sin imagen de referencia. "Las palabras tienen el poder de sanar, pero también de abrir heridas. Es un riesgo que tomo cada vez que escribo." dice Halfon.
Sí, hablar desde el corazón es un riesgo. Creo que quien pueda, debe tomarlo.
La respuesta a la pregunta
Volví a la casa familiar, donde vivió mi padre. Han pasado 20 años. ¿Qué tanto queda de él tras el espesor del tiempo? Silencios, palabras que nunca fueron dichas y figuras delineadas en las sombras.
En mi departamento actual, tan distante de esa casa, hay poco de mi padre. Vestigios apenas que a veces merodean mi memoria. Una foto. No está el recuerdo de su figura recorriendo la cocina, entrando por la puerta, acostado en su cama o sentado leyendo el periódico. No logro traer su voz al presente, ni la sonoridad de su risa. Recuerdo fotos, imágenes.
Huérfano de padre me convertí en un observador de los otros. Muchos años con recelo y envidia. Juzgándolos en silencio por desaprovechar las oportunidades que tenían al estar vivos, juntos, cerca.
Así es como lo observo a él. Al de él, mi compañero. Los veo ser padre e hijo. Los miro sin recelo ni envidia. Celebro sus risas y sus encuentros. Se hablan, se buscan, se ríen, se pelean y se vuelven a encontrar.
Me hacen añorar lo que nunca tuve. No tuvimos tiempo. O mejor dicho, no nos tocó ese tiempo. Mi padre pertenecía a otra época, fue marcado por otra historia. No supimos tomar la oportunidad.
A ellos dos los veo de cerca. Se comunican. Usan palabras para tejer su lazo. Y pienso que no hay nada más bello que las palabras. Aunque como dice Halfon, sanan y abren heridas. La carta de Wajdi resuena como un eco en mi cabeza: ¿Hay algo más urgente por decir que no sea el amor?
Mi papá y yo no fuimos mejores amigos. Fuimos padre e hijo.
Sé que hay algo de mi padre en mí. Como esas manías que me molestaban o tanto le criticaba. Ahora me río cuando las descubro. En aquel entonces, no le vi el humor.
Tendría alrededor de 13 años cuando le pedía que me dejara a unas calles de la escuela, porque ya había sucedido que me dejaba en la puerta y antes de que me bajara del carro me pedía un beso en la mejilla. Yo sentía docenas de pares de ojos mirándome inquisidoramente por semejante acto de vulnerabilidad.
Algunos años después de su muerte sentí arrepentimiento. Pero ahora me da risa.
A veces quiero decir a todos aquellos que no me han pedido consejo ni opinión que con los años se olvida la voz, las palabras sabias, el sonido de la risa. Que cuando pasa tanto tiempo los recuerdos son de las imágenes que quedaron impresas o grabadas, no se puede reanimar a las personas en la mente.
Quiero decirles que la muerte es sorpresiva, que el aire del calendario borra los recuerdos. Cómo alertarles que nos vamos quedando solos, tristes, huérfanos.
Yo a mi padre le he llorado, le he reclamado, le he extrañado. Tanto y tantas veces. Una vez me visitó en un sueño, y me abrazó. Su historia conmigo no se dejó de escribir el día de su muerte, sigue haciéndolo.
Por eso le pienso. Nos escribo.
Y cuando no me acuerdo, me río. A veces me lamento.
Y miro a los otros. Quisiera aprehender su amor, aunque sea prestado. Aunque sea de otros padres.
¿Que qué queda de un padre cuando el tiempo lo borra?
Yo.
En estas líneas no busco respuestas. Quiero contarte, como espectador, sobre otros padres, del cine, de los libros, de mi memoria.
El Padre
Hay películas que te quiebran. Que entran como cuchillos y exponen tus vísceras. Así fue con El Padre de Florian Zeller.
Simplemente, no te permite ser un llano espectador. Sin darte cuenta te sumerge poco a poco en la mente de un hombre a quien el tiempo se le ha mutilado y el espacio extravió su linealidad.
Yo, sentado en el cine, no me percaté que había entrado en la mente senil del personaje sino hasta que comencé a llorar. Porque en la pantalla vi a mi padre, recordé esos terribles últimos meses en los que la independencia y autonomía se le extinguieron.
Qué difícil es comprender esas decadencias que terminan por someter a nuestros otrora héroes. Porque eso es un padre: aspiración y proyección. Y lo que le exigía a él, hoy me lo exijo a mí.
"Puse mis manos en tus hombros débiles. Toda la fuerza había desfallecido en tus brazos, en la piel aún piel viva. Y te mentí. Dije aquello en lo que no creía. A la mirada amarilla, sofocada, le dije que todo lo serías y lo seríamos de nuevo. Y te mentí. Dije vamos a volver a casa, padre; vamos que yo llevo la camioneta, padre; solo mientras no puedas, padre; venga, ahora estás débil pero después, padre, después, padre. Te mentí. Y tú, sincero, pronunciando solo una mirada suplicante, una mirada que nunca podré olvidar."
Te me moriste (Minúscula, 2017) de José Luís Peixoto
Podemos llegar a ser muy injustos con los padres. Incapaces de sentir empatía por el lento descenso –que también nos llegará a nosotros–. Nos exasperamos cuando su oído reclama repetición, respondemos con impaciencia, gesticulando como si fueran imbéciles, cuando sólo piden que hablemos más alto, más pausado. Miramos con hastío sus obsesiones, como si fueran muy diferentes a las nuestras, como si no hubiéramos heredado tantas. Somos jueces indolentes, carentes de ternura. Nos plantamos como seres impolutos. Estúpidos, insolentes y engreídos.
Generalizo para sentirme menos solo. Para fustigarme menos. Creemos que a los 30 "comienzan a pasarnos cosas", y no es más que un meme. Con los 40 llegan los exámenes médicos periódicos. "No sé cómo no te has caído muerto de un infarto en la calle" me dijo un médico tras ver los niveles elevados de mis triglicéridos. Y los 50, aún arrogantes. Creemos saberlo todo, y sabemos tan poco.
El Padre –que originalmente es obra de teatro y que tuve la fortuna de ver en una adaptación al español en Bogotá– nos lleva por el caos y la confusión que significa caminar por esta ladera de la vida.
Te expone al vínculo afectivo desde la tesitura más escabrosa para un hijo: ser papá de tus papás. Mi hermana, que es sabia, me dijo cuando mi padre estaba a días —sin nosotros saberlo— de morir: es como cuidar a un bebé. Mi hermana logró trascender a la ternura, yo no.
Con lo que amo al teatro, debo decir que la película logra exponer de manera extraordinaria esa lentísima caída hacia el ocaso. Y en un imperceptible cambio de detalles en las imágenes se dirime la hecatombe de la ineludible orfandad. Una obra maestra.
Padres frente al vacío
Algo cercano al apocalipsis me sucedió 15 años antes de la pandemia. Fue cuando mi padre murió. Me desmoroné en una soledad inmensa, de esas que no caben en la palabra. Se me reveló un miedo irracional, primigenio. El de reconocerme sin protector ante lo improbable, lo impensable. Porque también eso era mi papá: la certeza de que, pasara lo que pasara, él estaría ahí.
Durante largas caminatas solitarias por la Ciudad de México pensé en él muchas veces. Eran los meses más álgidos de la pandemia. Algo evocativo de La carretera de Cormac McCarthy, donde padre e hijo caminan hacia la costa en busca de salvación, sorteando locura, hambre, degradación y caníbales. Un padre monosilábico con una voluntad férrea de mantener viva la bondad en su hijo. Pues reconoce en él niño la última esperanza de lo humano.
El audiolibro en inglés de esta novela es un gran ejemplo del poder de la voz humana y el talento interpretativo para hacerte vibrar. Lo que el actor Tom Stechschulte logró al dar vida al narrador, al padre, al hijo, así como a los personajes incidentales, es asombroso. Llena de emoción los diálogos que en esta novela resultan tantos y tan relevantes, no por la extensión de sus frases, sino por la profundidad de las pocas y los silencios que sugiere.
En uno de los pasajes más potentes del libro, el padre le dice al niño:
- Tienes que llevar el fuego.
- No sé cómo hacerlo –responde el niño–.
- Sí que lo sabes.
- ¿Es de verdad? ¿El fuego?
- Sí
- ¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego.
- Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo.
Es que también hay los buenos padres, los que son héroes para sus hijos, como el de Héctor Abad Faciolince en El Olvido que Seremos (existe película y libro) "Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos", dice el autor. Hay quien distingue el amor hacia el padre o hacia la madre, reduciendo muchas veces al primero. Para Abad, su papá era lo más grande. "La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse".
Otros padres, no pretenden ser héroes. Como Wajdi Mouawad que le escribió una carta a su hijo, muy pequeño aún, en esos días de pandemia cuando la muerte acechaba al mundo entero: No he de salvar al mundo. Y aunque ni siquiera intente salvarlo, puedo al menos desaprenderte el miedo. Ayudarte a no dudar, llegado el día, cuando debas escoger entre tener valentía o tener una lavadora. Enseñarte sobre todo porqué jamás hay que repetir las palabras de Caín, por el contrario, que siempre veas por el bien de tu hermano. No temas arriesgarte.
Otros padres pueden ser egoístas, ver por sí mismos antes que por sus hijos. En Interestelar de Christopher Nolan (2014) un padre elige salvar al mundo en vez de cuidar a su hija cuando el mundo se está viniendo abajo. Porque los papás son también hombres mundanos, con sus propios sueños. Y toca a los hijos exonerarlos a tiempo. En vida. Con la palabra.
"Nadie me creyó, pero yo sabía que volverías."
El padre, sorprendido, pregunta: "¿Cómo lo sabías?"
La hija responde: "Porque mi papá me lo prometió."
Aunque también hay padres que no alcanzan la absolución. Los ausentes, los violentos, los que no creen. Como el padre del escritor guatemalteco Eduardo Halfon, al que le escribe un amargo texto lleno de dolor y reclamo en Saturno.
Es un libro breve, escrito desde la herida, desde la ausencia. Halfon recuerda a su padre y escribe: "Mi padre era capaz de una crueldad tan fría que a menudo me preguntaba si alguna vez había conocido el amor."
El título hace referencia al dios romano Saturno, conocido por devorar a sus propios hijos para evitar ser derrocado por ellos. Porque en este libro de Halfon la crueldad, el miedo y la opresión son temas centrales y cicatrices que el lenguaje, quizás, no logra cerrar.
"A pesar de que nos mirábamos casi a diario, no recuerdo la última vez que usted estuvo conmigo. Dirigirse la palabra, padre, no es hablar. Sentarse a comer juntos no es estar juntos."
Saturno (Jekyll & Jill, 2017) de Eduardo Halfon
Muchas veces, al hablar en voz alta, nos toca armar un rompecabezas sin imagen de referencia. "Las palabras tienen el poder de sanar, pero también de abrir heridas. Es un riesgo que tomo cada vez que escribo." dice Halfon.
Sí, hablar desde el corazón es un riesgo. Creo que quien pueda, debe tomarlo.
La respuesta a la pregunta
Volví a la casa familiar, donde vivió mi padre. Han pasado 20 años. ¿Qué tanto queda de él tras el espesor del tiempo? Silencios, palabras que nunca fueron dichas y figuras delineadas en las sombras.
En mi departamento actual, tan distante de esa casa, hay poco de mi padre. Vestigios apenas que a veces merodean mi memoria. Una foto. No está el recuerdo de su figura recorriendo la cocina, entrando por la puerta, acostado en su cama o sentado leyendo el periódico. No logro traer su voz al presente, ni la sonoridad de su risa. Recuerdo fotos, imágenes.
Huérfano de padre me convertí en un observador de los otros. Muchos años con recelo y envidia. Juzgándolos en silencio por desaprovechar las oportunidades que tenían al estar vivos, juntos, cerca.
Así es como lo observo a él. Al de él, mi compañero. Los veo ser padre e hijo. Los miro sin recelo ni envidia. Celebro sus risas y sus encuentros. Se hablan, se buscan, se ríen, se pelean y se vuelven a encontrar.
Me hacen añorar lo que nunca tuve. No tuvimos tiempo. O mejor dicho, no nos tocó ese tiempo. Mi padre pertenecía a otra época, fue marcado por otra historia. No supimos tomar la oportunidad.
A ellos dos los veo de cerca. Se comunican. Usan palabras para tejer su lazo. Y pienso que no hay nada más bello que las palabras. Aunque como dice Halfon, sanan y abren heridas. La carta de Wajdi resuena como un eco en mi cabeza: ¿Hay algo más urgente por decir que no sea el amor?
Mi papá y yo no fuimos mejores amigos. Fuimos padre e hijo.
Sé que hay algo de mi padre en mí. Como esas manías que me molestaban o tanto le criticaba. Ahora me río cuando las descubro. En aquel entonces, no le vi el humor.
Tendría alrededor de 13 años cuando le pedía que me dejara a unas calles de la escuela, porque ya había sucedido que me dejaba en la puerta y antes de que me bajara del carro me pedía un beso en la mejilla. Yo sentía docenas de pares de ojos mirándome inquisidoramente por semejante acto de vulnerabilidad.
Algunos años después de su muerte sentí arrepentimiento. Pero ahora me da risa.
A veces quiero decir a todos aquellos que no me han pedido consejo ni opinión que con los años se olvida la voz, las palabras sabias, el sonido de la risa. Que cuando pasa tanto tiempo los recuerdos son de las imágenes que quedaron impresas o grabadas, no se puede reanimar a las personas en la mente.
Quiero decirles que la muerte es sorpresiva, que el aire del calendario borra los recuerdos. Cómo alertarles que nos vamos quedando solos, tristes, huérfanos.
Yo a mi padre le he llorado, le he reclamado, le he extrañado. Tanto y tantas veces. Una vez me visitó en un sueño, y me abrazó. Su historia conmigo no se dejó de escribir el día de su muerte, sigue haciéndolo.
Por eso le pienso. Nos escribo.
Y cuando no me acuerdo, me río. A veces me lamento.
Y miro a los otros. Quisiera aprehender su amor, aunque sea prestado. Aunque sea de otros padres.
¿Que qué queda de un padre cuando el tiempo lo borra?
Yo.