Devenires, transformaciones y silencios.
A veces caminamos entre penumbras que nos impiden ver las posibilidades. Hasta que una verdad se revela y nos ilumina.
A veces un lugar es como un cuadro, una foto, del que entramos y del que salimos a lo largo de la vida.
A veces somos como una canción, otras como la pura melodía.
En este número encontrarás preguntas sobre lo que somos. Para mirar las veces que la vida nos pide ser alguien más. Y recordar que siempre podemos devenir otro.
La vida es una constante de toma de decisiones: muchas veces nimias como mover un mueble de lugar, otras, trascendentales como terminar una relación y reinventarnos desde la penumbra.
Pienso en esa primera etapa de honda oscuridad después de una ruptura. Cuando nos reencontramos con nosotros mismos como individuos, eso que había sido diluido entre horas compartidas y ahora reaparece como un extraño.
Que dura resulta la vida en medio del dolor: levantarse, ir al trabajo, sonreír por cortesía, no perder el control de pendientes. Seguir "como si nada, como si nunca, como si siempre".
¿Qué hacemos de nosotros cuando nos sumimos en el vacío de una habitación? O peor aún, cuando somos incapaces de mirar un cielo azul porque el velo de la tristeza nos lo impide.
Algo así vive Grace en Los Otros. Aislada en una isla lúgubre del Reino Unido con sus dos hijos, espera el regreso de su marido de la guerra.
Una oscuridad que no es solo metafórica. La enfermedad de sus hijos la obliga a impedir el paso del mínimo halo de luz. Mantiene un control obsesivo de cada cortina, cada rendija.
Sola, debe asumir todas las responsabilidades del hogar y, además, estar preparada por si el bando enemigo cruza el mar y llega a la isla.
¿Qué decisiones habrá enfrentado con la partida de su esposo? ¿Qué sucede en alguien que debe aprender a vivir en la penumbra? ¿Qué somos cuando debemos cuidar de alguien?
Todos tenemos épocas en las tinieblas. Días en que el cuerpo se mueve casi involuntariamente, porque la renta y los servicios no aceptan retrasos por tristeza. Los deberes caseros no se desvanecen con el dolor.
Devenimos autómatas que anhelan una tregua al dolor o la revelación pronta de una verdad.
Grace también espera. Pero algo en la penumbra conspira: cortinas que se abren solas, muebles desplazados, una pareja misteriosa que calma su soledad pero incrementa su sospecha. La tensión crece, las dudas son sombras que se mueven y el miedo es un vaho en su nuca.
En Los Otros, película de Alejandro Amenábar protagonizada por Nicole Kidman, ella es madre, guardiana y única protectora del hogar y sus hijos.
Y es la siniestra penumbra donde encontrará la revelación de una verdad que le cambiará el destino. Yo, como ella, aprendí que es ahí donde emergen las verdades más dolorosas. Y ninguna llega sin herir.
¿Qué hacemos cuando la verdad nos refleja algo que fuimos incapaces de ver?
Decidimos devenir otro.
Me resulta fácil encuadrar momentos de mi vida, incluso los lugares en los que he vivido. Y solo soy o existo cuando estoy presente.
Porque cuando regreso a algunos de esos lugares, es como entrar en una foto. Mirar lo que ha cambiado para ellos que siguen ahí, en el mismo sitio.
La cuestión es hallar un momento en la vida para lograr una perspectiva desde el tiempo y el espacio.
Aquí (Here) es una novela gráfica que me vuela la cabeza cada vez que la abro. Una sala de los años cincuenta es lo único en el cuadro. "¿A qué vine?" pregunta que una mujer realiza al entrar.
La sala se transforma: ahora son los años noventa. Un niño juega. A la siguiente página con los años treinta, hay un gato. La cámara no se mueve ni cuando la casa desaparece y solo queda el campo. Que antes fue bosque. Y aún más atrás hubo dinosaurios.
Aquí nos hace viajar en el tiempo. Sin orden aparente, pero al final seguramente estarás mirando a tu alrededor pensando en todo lo que ese exacto lugar pudo haber sido en tantas épocas.
Mientras en Los Otros el mundo de los vivos colisiona con el de los muertos, en Aquí es aquello que se observa a través de ese cuadro, la finitud de la vida, lo efímero de nuestra existencia y la urgencia de transformarnos siempre.
Aunque la mujer hace una pregunta como cuando se busca un objeto trivial, el hecho de ver pasar a tantos otros a lo largo del tiempo nos cuestiona: ¿A qué vine? ¿A quién vine a ser?
Recordamos que somos materia ocupando espacio. Que nuestra historia no es más grande o más pequeña que otras. Que somos. Que nos convertimos. Que vivimos.
La novela gráfica es sensacional. Se despliega como un mapa de capas: tiempo, memoria y un cuestionamiento existencial. Como las fotos que nunca cambiamos. Como los objetos que desechamos. Como la gente que un día fue importante pero veinte años después ni recordamos sus nombres.
Recién vi en el cine la adaptación cinematográfica. Ha sido muy bien lograda pues el reto no era menor. El final tiene un instante que le da una narrativa novedosa y distante respecto a la versión original gráfica. No hay forma de comparar uno con otro, y en este caso, el original es por mucho extraordinario.
Hoy estamos aquí. Nuestro espacio será ocupado por alguien más. Pero el momento nos pertenece. Vale la pena detenerse a pensar a qué venimos y en quien nos podemos convertir.
¿Quién habitará mi departamento el día que me vaya? ¿Quién ocupará mis espacios cuando ya no sea este que hoy soy?
Esto que escuché
Hay un yo que lucha por deshacerse de la educación sentimental de las baladas románticas de los años ochenta y noventa.
Alguna vez fue como Céline. No en su momento luminoso del Hymne à l'Amour en la Torre Eiffel para inaugurar las olimpiadas de París 2024.
Sino la Céline desesperada de los años noventa que canta todo lo que está dispuesta a hacer para que el otro la siga amando.
Literalmente —y sin pudor— dice: Je deviendrai ces autres qui te donnent du plaisir. O sea: Me convertiré en esas que te dan placer.
Y no para ahí. Como siente que pierde al hombre, barre con su dignidad el piso que el otro deja. Tremendo contraste con la soberbia de sus cuerdas vocales y la letra que básicamente dice "seré cualquiera mientras esa te retenga".
Hasta brujerías del África le ha de ofrecer. Pour que tu m'aimes encore es la canción.
Pero sin ese qué-sé-yo que tiene el francés y más en nuestro cuadrante Ana Gabriel aconseja a su amiga Vicky Carr arrastrarse más duro contra la banqueta para básicamente no ser una looser pensando que ya le ha dado suficiente.
Porque si él se va, lo habrá perdido y sólo le quedará lo que ha vivido porque son Cosas del Amor.
Me divierte reencontrarme con tantas canciones del pasado que bajo el cristal de la actualidad vemos con horror que la dignidad no nos da sus mejores momentos. Y probablemente fuimos esa persona.
¿Quién quiere volver a ser esa persona que mendiga migajas de amor? Quizás vuelva a ser tema con mi psicólogo.
En fin. Cada generación ha de descubrir en su pasado las canciones que explican esos momentos donde la mente cuando baja la marea por puro instinto de conservación intenta cauterizar cada huella que deja atrás el paso del amor.
Esto que recomiendo
Louis regresa al hogar familiar doce años después para anunciar su muerte. Se sienta a la mesa rodeado de su familia. A su lado Catherine, la cuñada, le mira con una ligera y cortés sonrisa, de esas que damos cuando cruzamos miradas, asintiendo tan apenas la cabeza como quien pregunta ¿cómo estás?
Él responderá sin palabras, con apenas la mirada. Sí, está muriendo y ha venido a decirlo. La mirada de Catherine se oscurece ante el horror que los ojos del otro le han revelado.
¿Quiénes somos cuando debemos dar las noticias más terribles? ¿En qué nos convertimos cuando somos mensajeros de dolor y pena?
Le acompaña también su hermana pequeña, que tanto le admira; su hermano mayor, que tanto resentimiento le guarda; y su madre, que no sabe bien cómo comunicarse con él.
Solo el fin del mundo de Xavier Dolan (de quien soy un gran admirador) es una película de una carga emocional enorme, imposible de resumir sin traicionarla. Tiene además un elenco insuperable: Vicent Cassel, Marion Cotillard y Gaspard Ulliel.
Llegas aquí, nos miras como si fuéramos bichos raros. Pero, ¿qué sabes tú de nosotros? ¿Qué puedes saber de nuestras vidas? ¡No sabes nada de nosotros! ¿Qué puedes saber de nosotros?
Pienso en ella porque yo también me fui, hace casi una década. Puse más de 3,500km de distancia. Cargo el peso de ser ausente, de ver pasar la vida, de mirar aquello que se queda estático. Nunca hay demasiado tiempo para navegar con palabras el pasado, para arreglarnos, para mirarnos en esos otros que hemos devenido. Y apelamos al que conocimos, al que vimos tantos años.
Louis y su familia se sientan en la mesa y las primeras palabras son la insinuación de reconocer al que resulta extranjero. No es sólo el tiempo y la distancia lo que nos cambia. También es la confrontación con una nueva cultura. Nos obliga a desarrollar otras herramientas, adoptar otros códigos, y algunas veces, ser otro al que sus seres más queridos desconocerán.
Yo en Colombia soy otro. Digo chimba en vez de chido; chimbo en vez de chafa; tengo arepas en la nevera pero también tortillas en el refri. Saludo diciendo "¿qué más?" sabiendo que no estoy pidiendo nada más. Aprendí a no dar papaya en la calle, a camellar en la oficina, a sacarle la leche a las cosas. Pero también aprendí a abrazar del lado opuesto al saludar, a reconocer los estratos con sólo una dirección.
Hay una incondicionalidad fascinante en las familias. Aunque también idealizaciones y resentimientos. Oportunidades perdidas, incapacidades perennes.
Y es probablemente la familia quien más nos acepte, pero también a quien más le cuesta asumir que cambiamos.
Juste la fin du monde, título original en francés, alude a la enfermedad terminal de Louis en el sentido literal; pero es también el fin del mundo familiar, porque su visita lo destroza y su próxima ausencia dejará ese vacío.
Habrá tantas veces que nuestra vida se sostendrá con alfileres, que resulta inevitable pensar: ¿en quién nos convertimos cuando sentimos nuestras tragedias como el fin del mundo? Quizás, solo desde otro lugar podemos entenderlo.
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Escribo este texto en un tren rumbo a Bélgica. Vuelvo a una tierra que no es mía, pero guarda el mito fundacional de mi vida adulta.
Hace casi treinta años vine por primera vez. Atendí el llamado a esta aventura porque algo dentro de mí sabía que habría de encontrar. ¿Qué? No lo sabía con claridad, era un impulso incontrolable, ya dentro de mí sabía que no quería más ser quien era.
Perdí una falange en un accidente cuando tenía un año. Desde ahí comencé a ser diferente. Me acostumbré a ocultarlo, a esconderme. Quizás pude haber sido otro niño, haber comprendido el mundo desde otro lugar.
No fue así. Hasta que llegué a Bélgica. La broma de un compañero al saludarme y notar mi dedo no se sintió como las burlas crueles que hubo antes.
En esa mirada del otro descubrí el camino para, yo mismo, ser otro. Inicié un nuevo rumbo en mi vida, y esta tierra se convirtió en una suerte de segundo nacimiento.
Esa es la génesis de quien elegí ser. Pensar que todo pasa —quizá tarde años— pero llega. Y la felicidad sucederá, a ratos, durante el trayecto.
Treinta años después sigo regresando, o como se dice en francés: je rentre. Mis amigos en México se sorprenden de que dedique tiempo, energía y dinero en volver a un lugar tantas veces visto.
Para mí viajar no se trata de sólo el descubrimiento, sino también del reencuentro. Porque estamos más al día con los cambios, con esos otros que devenimos. Nos reconocemos sin apelar a un pasado demasiado lejano.
Vuelvo para ser quien puedo ser aquí y no soy en otros lugares. Pues cada sitio contiene el marco de posibilidades para ser alguien. Como cuando pongo la cabeza en el regazo de mi madre y vuelvo a ser hijo. O hermano que habla de la vida entera con su hermana. Soy amigo, tío, primo, compañero, pareja, confidente, escritor, jefe o empleado.
También soy fuerte, creativo, amoroso y a ratos vulnerable, temeroso e inseguro. Soy alguien cuando hablo en francés y con lo que puedo expresar en esa lengua, siempre lejos de quien soy cuando hablo español y puedo decir mucho más.
Intenté muchas veces ser Enrique, mi segundo nombre, sin éxito. También ser Hugo-Enrique, pero tampoco pude. Entendí que era Hugo. Como si nada, como si nunca, como si siempre.
Soy un Hugo en el día, a veces varios en las noches. En compañía o en solitario, hay versiones de mí que toman lugar. Algunas se manifiestan poco y otras lo hacen con más frecuencia. En estas me reconozco más.
Mi nombre es un mosaico de otros y otredades: fuente y cimiento de mi esperanza.
Sé que todo habrá de cambiar. Espero estar tan atento como a tiempo. Dispuesto y asertivo. Y tener siempre la oportunidad de preguntarme, sin miedo: ¿quién más puedo ser?
A veces caminamos entre penumbras que nos impiden ver las posibilidades. Hasta que una verdad se revela y nos ilumina.
A veces un lugar es como un cuadro, una foto, del que entramos y del que salimos a lo largo de la vida.
A veces somos como una canción, otras como la pura melodía.
En este número encontrarás preguntas sobre lo que somos. Para mirar las veces que la vida nos pide ser alguien más. Y recordar que siempre podemos devenir otro.
La vida es una constante de toma de decisiones: muchas veces nimias como mover un mueble de lugar, otras, trascendentales como terminar una relación y reinventarnos desde la penumbra.
Pienso en esa primera etapa de honda oscuridad después de una ruptura. Cuando nos reencontramos con nosotros mismos como individuos, eso que había sido diluido entre horas compartidas y ahora reaparece como un extraño.
Que dura resulta la vida en medio del dolor: levantarse, ir al trabajo, sonreír por cortesía, no perder el control de pendientes. Seguir "como si nada, como si nunca, como si siempre".
¿Qué hacemos de nosotros cuando nos sumimos en el vacío de una habitación? O peor aún, cuando somos incapaces de mirar un cielo azul porque el velo de la tristeza nos lo impide.
Algo así vive Grace en Los Otros. Aislada en una isla lúgubre del Reino Unido con sus dos hijos, espera el regreso de su marido de la guerra.
Una oscuridad que no es solo metafórica. La enfermedad de sus hijos la obliga a impedir el paso del mínimo halo de luz. Mantiene un control obsesivo de cada cortina, cada rendija.
Sola, debe asumir todas las responsabilidades del hogar y, además, estar preparada por si el bando enemigo cruza el mar y llega a la isla.
¿Qué decisiones habrá enfrentado con la partida de su esposo? ¿Qué sucede en alguien que debe aprender a vivir en la penumbra? ¿Qué somos cuando debemos cuidar de alguien?
Todos tenemos épocas en las tinieblas. Días en que el cuerpo se mueve casi involuntariamente, porque la renta y los servicios no aceptan retrasos por tristeza. Los deberes caseros no se desvanecen con el dolor.
Devenimos autómatas que anhelan una tregua al dolor o la revelación pronta de una verdad.
Grace también espera. Pero algo en la penumbra conspira: cortinas que se abren solas, muebles desplazados, una pareja misteriosa que calma su soledad pero incrementa su sospecha. La tensión crece, las dudas son sombras que se mueven y el miedo es un vaho en su nuca.
En Los Otros, película de Alejandro Amenábar protagonizada por Nicole Kidman, ella es madre, guardiana y única protectora del hogar y sus hijos.
Y es la siniestra penumbra donde encontrará la revelación de una verdad que le cambiará el destino. Yo, como ella, aprendí que es ahí donde emergen las verdades más dolorosas. Y ninguna llega sin herir.
¿Qué hacemos cuando la verdad nos refleja algo que fuimos incapaces de ver?
Decidimos devenir otro.
La única certeza es que todo cambiará. Pero no se trata sólo del tiempo. Se necesita también un lugar: un marco que contenga lo que somos, lo que fuimos, lo que seremos.
Me resulta fácil encuadrar momentos de mi vida, incluso los lugares en los que he vivido. Y solo soy o existo cuando estoy presente.
Porque cuando regreso a algunos de esos lugares, es como entrar en una foto. Mirar lo que ha cambiado para ellos que siguen ahí, en el mismo sitio.
La cuestión es hallar un momento en la vida para lograr una perspectiva desde el tiempo y el espacio.
Aquí (Here) es una novela gráfica que me vuela la cabeza cada vez que la abro. Una sala de los años cincuenta es lo único en el cuadro. "¿A qué vine?" pregunta que una mujer realiza al entrar.
La sala se transforma: ahora son los años noventa. Un niño juega. A la siguiente página con los años treinta, hay un gato. La cámara no se mueve ni cuando la casa desaparece y solo queda el campo. Que antes fue bosque. Y aún más atrás hubo dinosaurios.
Aquí nos hace viajar en el tiempo. Sin orden aparente, pero al final seguramente estarás mirando a tu alrededor pensando en todo lo que ese exacto lugar pudo haber sido en tantas épocas.
Mientras en Los Otros el mundo de los vivos colisiona con el de los muertos, en Aquí es aquello que se observa a través de ese cuadro, la finitud de la vida, lo efímero de nuestra existencia y la urgencia de transformarnos siempre.
Aunque la mujer hace una pregunta como cuando se busca un objeto trivial, el hecho de ver pasar a tantos otros a lo largo del tiempo nos cuestiona: ¿A qué vine? ¿A quién vine a ser?
Recordamos que somos materia ocupando espacio. Que nuestra historia no es más grande o más pequeña que otras. Que somos. Que nos convertimos. Que vivimos.
La novela gráfica es sensacional. Se despliega como un mapa de capas: tiempo, memoria y un cuestionamiento existencial. Como las fotos que nunca cambiamos. Como los objetos que desechamos. Como la gente que un día fue importante pero veinte años después ni recordamos sus nombres.
Recién vi en el cine la adaptación cinematográfica. Ha sido muy bien lograda pues el reto no era menor. El final tiene un instante que le da una narrativa novedosa y distante respecto a la versión original gráfica. No hay forma de comparar uno con otro, y en este caso, el original es por mucho extraordinario.
Hoy estamos aquí. Nuestro espacio será ocupado por alguien más. Pero el momento nos pertenece. Vale la pena detenerse a pensar a qué venimos y en quien nos podemos convertir.
¿Quién habitará mi departamento el día que me vaya? ¿Quién ocupará mis espacios cuando ya no sea este que hoy soy?
Esto que escuché
Hay un yo que lucha por deshacerse de la educación sentimental de las baladas románticas de los años ochenta y noventa.
Alguna vez fue como Céline. No en su momento luminoso del Hymne à l'Amour en la Torre Eiffel para inaugurar las olimpiadas de París 2024.
Sino la Céline desesperada de los años noventa que canta todo lo que está dispuesta a hacer para que el otro la siga amando.
Literalmente —y sin pudor— dice: Je deviendrai ces autres qui te donnent du plaisir. O sea: Me convertiré en esas que te dan placer.
Y no para ahí. Como siente que pierde al hombre, barre con su dignidad el piso que el otro deja. Tremendo contraste con la soberbia de sus cuerdas vocales y la letra que básicamente dice "seré cualquiera mientras esa te retenga".
Hasta brujerías del África le ha de ofrecer. Pour que tu m'aimes encore es la canción.
Pero sin ese qué-sé-yo que tiene el francés y más en nuestro cuadrante Ana Gabriel aconseja a su amiga Vicky Carr arrastrarse más duro contra la banqueta para básicamente no ser una looser pensando que ya le ha dado suficiente.
Porque si él se va, lo habrá perdido y sólo le quedará lo que ha vivido porque son Cosas del Amor.
Me divierte reencontrarme con tantas canciones del pasado que bajo el cristal de la actualidad vemos con horror que la dignidad no nos da sus mejores momentos. Y probablemente fuimos esa persona.
¿Quién quiere volver a ser esa persona que mendiga migajas de amor? Quizás vuelva a ser tema con mi psicólogo.
En fin. Cada generación ha de descubrir en su pasado las canciones que explican esos momentos donde la mente cuando baja la marea por puro instinto de conservación intenta cauterizar cada huella que deja atrás el paso del amor.
Esto que recomiendo
Louis regresa al hogar familiar doce años después para anunciar su muerte. Se sienta a la mesa rodeado de su familia. A su lado Catherine, la cuñada, le mira con una ligera y cortés sonrisa, de esas que damos cuando cruzamos miradas, asintiendo tan apenas la cabeza como quien pregunta ¿cómo estás?
Él responderá sin palabras, con apenas la mirada. Sí, está muriendo y ha venido a decirlo. La mirada de Catherine se oscurece ante el horror que los ojos del otro le han revelado.
¿Quiénes somos cuando debemos dar las noticias más terribles? ¿En qué nos convertimos cuando somos mensajeros de dolor y pena?
Le acompaña también su hermana pequeña, que tanto le admira; su hermano mayor, que tanto resentimiento le guarda; y su madre, que no sabe bien cómo comunicarse con él.
Solo el fin del mundo de Xavier Dolan (de quien soy un gran admirador) es una película de una carga emocional enorme, imposible de resumir sin traicionarla. Tiene además un elenco insuperable: Vicent Cassel, Marion Cotillard y Gaspard Ulliel.
Llegas aquí, nos miras como si fuéramos bichos raros. Pero, ¿qué sabes tú de nosotros? ¿Qué puedes saber de nuestras vidas? ¡No sabes nada de nosotros! ¿Qué puedes saber de nosotros?
Pienso en ella porque yo también me fui, hace casi una década. Puse más de 3,500km de distancia. Cargo el peso de ser ausente, de ver pasar la vida, de mirar aquello que se queda estático. Nunca hay demasiado tiempo para navegar con palabras el pasado, para arreglarnos, para mirarnos en esos otros que hemos devenido. Y apelamos al que conocimos, al que vimos tantos años.
Louis y su familia se sientan en la mesa y las primeras palabras son la insinuación de reconocer al que resulta extranjero. No es sólo el tiempo y la distancia lo que nos cambia. También es la confrontación con una nueva cultura. Nos obliga a desarrollar otras herramientas, adoptar otros códigos, y algunas veces, ser otro al que sus seres más queridos desconocerán.
Yo en Colombia soy otro. Digo chimba en vez de chido; chimbo en vez de chafa; tengo arepas en la nevera pero también tortillas en el refri. Saludo diciendo "¿qué más?" sabiendo que no estoy pidiendo nada más. Aprendí a no dar papaya en la calle, a camellar en la oficina, a sacarle la leche a las cosas. Pero también aprendí a abrazar del lado opuesto al saludar, a reconocer los estratos con sólo una dirección.
Hay una incondicionalidad fascinante en las familias. Aunque también idealizaciones y resentimientos. Oportunidades perdidas, incapacidades perennes.
Y es probablemente la familia quien más nos acepte, pero también a quien más le cuesta asumir que cambiamos.
Juste la fin du monde, título original en francés, alude a la enfermedad terminal de Louis en el sentido literal; pero es también el fin del mundo familiar, porque su visita lo destroza y su próxima ausencia dejará ese vacío.
Habrá tantas veces que nuestra vida se sostendrá con alfileres, que resulta inevitable pensar: ¿en quién nos convertimos cuando sentimos nuestras tragedias como el fin del mundo? Quizás, solo desde otro lugar podemos entenderlo.
Este newsletter es gratuito. Suscríbete con tu correo electrónico y recíbelo quincenalmente.
Escribo este texto en un tren rumbo a Bélgica. Vuelvo a una tierra que no es mía, pero guarda el mito fundacional de mi vida adulta.
Hace casi treinta años vine por primera vez. Atendí el llamado a esta aventura porque algo dentro de mí sabía que habría de encontrar. ¿Qué? No lo sabía con claridad, era un impulso incontrolable, ya dentro de mí sabía que no quería más ser quien era.
Perdí una falange en un accidente cuando tenía un año. Desde ahí comencé a ser diferente. Me acostumbré a ocultarlo, a esconderme. Quizás pude haber sido otro niño, haber comprendido el mundo desde otro lugar.
No fue así. Hasta que llegué a Bélgica. La broma de un compañero al saludarme y notar mi dedo no se sintió como las burlas crueles que hubo antes.
En esa mirada del otro descubrí el camino para, yo mismo, ser otro. Inicié un nuevo rumbo en mi vida, y esta tierra se convirtió en una suerte de segundo nacimiento.
Esa es la génesis de quien elegí ser. Pensar que todo pasa —quizá tarde años— pero llega. Y la felicidad sucederá, a ratos, durante el trayecto.
Treinta años después sigo regresando, o como se dice en francés: je rentre. Mis amigos en México se sorprenden de que dedique tiempo, energía y dinero en volver a un lugar tantas veces visto.
Para mí viajar no se trata de sólo el descubrimiento, sino también del reencuentro. Porque estamos más al día con los cambios, con esos otros que devenimos. Nos reconocemos sin apelar a un pasado demasiado lejano.
Vuelvo para ser quien puedo ser aquí y no soy en otros lugares. Pues cada sitio contiene el marco de posibilidades para ser alguien. Como cuando pongo la cabeza en el regazo de mi madre y vuelvo a ser hijo. O hermano que habla de la vida entera con su hermana. Soy amigo, tío, primo, compañero, pareja, confidente, escritor, jefe o empleado.
También soy fuerte, creativo, amoroso y a ratos vulnerable, temeroso e inseguro. Soy alguien cuando hablo en francés y con lo que puedo expresar en esa lengua, siempre lejos de quien soy cuando hablo español y puedo decir mucho más.
Intenté muchas veces ser Enrique, mi segundo nombre, sin éxito. También ser Hugo-Enrique, pero tampoco pude. Entendí que era Hugo. Como si nada, como si nunca, como si siempre.
Soy un Hugo en el día, a veces varios en las noches. En compañía o en solitario, hay versiones de mí que toman lugar. Algunas se manifiestan poco y otras lo hacen con más frecuencia. En estas me reconozco más.
Mi nombre es un mosaico de otros y otredades: fuente y cimiento de mi esperanza.
Sé que todo habrá de cambiar. Espero estar tan atento como a tiempo. Dispuesto y asertivo. Y tener siempre la oportunidad de preguntarme, sin miedo: ¿quién más puedo ser?